Por: Marcelo Díaz
Le gustaba cumplir años porque se sentía mayor y quería ser alta, como su madre, por lo menos. Y también porque en los cumpleaños la regalaban cosas. Las que más le gustaban eran las de música. Como un piano, una pandereta, un xilófono... Y le gustó mucho una zambomba que construyeron su padre y un amigo.
Vivía en una casa que era como un gran cucurucho de helado, pero puesto bocabajo. Abajo estaba el comedor, la cocina, luego la habitación de sus papás. Y arriba del todo estaba su habitación que era redonda y podía ver cada día cuando salía el Sol, a medio día y cuando se ponía el Sol.
Para subir a su habitación lo hacía por una escalera de caracol por dentro. Pero para bajar podía hacerlo por la misma escalera, pero, además, por fuera tenía como un tobogán por el que, con mucho cuidado, podía bajar. No tenía que bajar aprisa para no hacerse daño y no marearse. Algunas veces llegaba a la puerta de la casa a la vez que sus padres, ellos por dentro y ella por fuera, por el tobogán.
Miraba a las personas con mucha atención y llena de alegría. Solía guardar unos segundos de silencio antes de decir nada.
Parecía que hacía fotos de las personas con sus ojos. Luego se acordaba muy bien cómo eran y decía lo que más le gustaba. De su amiga Martina le gustaba mucho su pelo largo lleno de ondas.
Del vecino, Álex, más pequeño que ella, le gustaban los rizos de su pelo y a veces le metía los dedos entre los ricitos. Los dos se reían.
De su profesora le gustaba la voz. Decía que era dulce y como si te hiciera caricias al hablar. Odiaba los gritos, así que le gustaba por eso.
Y hoy por la tarde, como los días ya son largos, se iban a uno de sus sitios preferidos: El rincón de las mil flores.
Le llamaban así los niños y los padres, aunque tenía un nombre más raro que puso el ayuntamiento.
Era redondo y Lidia contaba que medía cien saltos corriendo alrededor. Dentro había flores de colores, formas, tamaños, olores muy diferentes.
Y, entre todas ellas, la que más le gustaba era un dragón casi gigante de color azul. El jardinero, a veces, pasaba dentro y con mucho cuidado le apretaba de los lados y parecía abrir la boca. Los estambres parecían su lengua. Y Lidia y los amigos le pedían que lo repitiera, pero sólo lo hacía 7 veces, como mucho.
Así que, cuando veían venir al jardinero, todos los niños y sus padres iban corriendo para no perderse nada.
A veces tardaba en abrirle la boca las 7 veces. Seguidas, o con un ritmo, diferente siempre.
Y algunos días Lidia y su madre cantaban con gritos dulces tratando de coger el ritmo que llevaba el jardinero.
Y su padre, muy ocurrente, llamó a esto el floricanto.
Esa tarde estuvo todo entretenido y muy contentos se volvieron a casa.
Por la calle iban cantando y abriendo la boca como la flor dragón.
Y jugaban a seguir el ritmo que marcaban con la boca o cantando o todo a la vez.
Luego llegó la hora de dormir y Lidia soñó que era un jardín entero.
