A Alba le debo cantar bien. Tras seis años de "desenseñanza" tuvo la paciencia, el amor y la comprensión de ayudarme a luchar por mi sueño.
No fue fácil. Cada semana cogía un tren, hacía aproximadamente trescientos kilómetros de ida y trescientos de vuelta el mismo día para dar una clase.
Alba Rosa fue alumna de Enriqueta Tarrés, de la que hablo en otro capítulo, de Francesca Roig entre otros grandes profesores que le legaron una escuela de canto magnífica.
Una gran pedagoga: comprensiva, paciente, amorosa y siempre con una sonrisa. Quizá no ha tenido el reconocimiento como cantante que merece, puesto que tiene una voz y una técnica excepcional.
Es posible que su humanidad y su gran corazón le llevaron a alejarse de la selva de los teatros, los "burócratas musicales" y otras faunas que pueden destruir a los corazones sensibles por lo dañinas de sus "venenos"…
No miraba el reloj en sus clases y siempre me abrió su propia casa cuando lo necesité. Uno de los días más bonitos que viví con ella fue en una gala benéfica en la que cantamos el dueto de "Sul aria" de "Las Bodas de Fígaro" de Mozart.
Ella cantó la difícil "Casta Diva" de Bellini recordándome a la gran Caballé por su fiato infinito y su sensibilidad.
Organizaba conciertos benéficos en los que participábamos ayudando a una ONG encargada de adopciones internacionales. Persona y músico. Músico y persona. Todo humanidad, corazón y generosidad.
Conozco a sus hijas, su "gran familia", además de su madre, su hermana y José, su marido, que son encantadores.
Siempre estaré en deuda con ella.
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